Las víctimas no materiales del chavismo
Mucho se ha hablado y escrito sobre la ruina material que 20 años de perversión socialistoide autoritaria, conocida por sus creadores con el pomposo remoquete de socialismo del siglo XXI, han traído a Venezuela. Varias organizaciones internacionales, como Human Rights Watch (HRW), Acnur y la OEA), han coincidido en señalar la condición de emergencia humanitaria compleja de nuestro país, agravada considerablemente por la pandemia.
Al escenario apocalíptico de la otrora pujante economía venezolana, ahora reducida a escombros, el colapso de los salarios y la gravísima crisis de salud pública, se le une una descomunal marea de migraciones que ha separado a millones de familias y creado una diáspora de unos seis millones de venezolanos regados por todo el mundo en condiciones muy variadas, desde casos de éxitos notables y contribuciones importantes en los países de acogida, hasta situaciones de penuria indescriptibles.
Desde el punto de vista estrictamente económico, el país se ha fracturado en varios subpaíses, a falta de otro término apropiado.
Uno, el de los privilegiados y enchufados del régimen; otro, el de los que viven en burbujas protegidas por contar con recursos propios o de familiares; otro aún, el de la gente que ha seguido dando la pelea en Venezuela, que ha encontrado modos de asegurarse la vida y que responde en buena medida porque el país siga funcionando en algún modo y, un cuarto país, lleno de incertidumbres y penurias, el de las bolsas CLAP, el Carnet de la Patria, la pobreza y el temor a si lo que está por venir puede ser peor de lo que ya viven.
Puede afirmarse, sin lugar a dudas, que cualquier cosa que estaba mal en la Venezuela pre-Chávez, y que llevó a mucha gente a votar por desesperanza por el comandante, está hoy peor. Ese simple hecho, nos debería llevar a una reflexión muy profunda sobre las fragilidades de la democracia. Sobre cómo la democracia es dramáticamente vulnerable a la pobreza y la exclusión, pero también a la falta de formación ciudadana y a la ausencia de visión del liderazgo venezolano.
Por doloroso que sea admitirlo, a Chávez lo eligió la clase media, liderada por políticos, empresarios y dirigentes de los medios de comunicación, que quizás deberían haber reflexionado más a profundidad sobre lo que significaba la aventura del «hombre a caballo», y lo perpetuó en el poder una combinación sabia y perversamente construida de los pobres y excluidos con la corrupción del poder, los militares e importantes apoyos internacionales.
Cómo llegó a ocurrir lo que ocurrió no está suficientemente analizado —y mucho menos internalizado— en nuestras conciencias. Si lo estuviera, nuestra oposición democrática no estaría en el estado de división en que se encuentra y hubiese encontrado el camino para avanzar en la recuperación de la nación. Pero ese es otro tema.
Las víctimas no materiales del populismo autoritario chavista incluyen predominantemente el espíritu de la nación, la moral, la ética del pueblo venezolano y sus posibilidades de enfrentar los retos de la vida a través de la educación. Podría quizás argumentarse que ninguna de estas categorías es cuantificable, lo cual podría ser cierto, pero eso, lejos de restarle fuerza al argumento, lo transforma en un problema de fondo para nuestra conciencia ciudadana.
Indaguemos, por ejemplo, sobre el tema de la educación. En ninguna otra área de nuestra vida como sociedad se evidencia el caso de tierra arrasada que ha dejado la sevicia del chavismo. No solamente menos escuelas, menos atendidas, de inferior calidad, con maestros peor pagados sino mucha mayor deserción escolar y menos posibilidades de nuestros niños para aprender. No únicamente por la carencia de materiales escolares sino porque el hambre y la ausencia de nutrientes en edades críticas producen daños irreparables en sus cerebros y limitan sus posibilidades de aprender.
El caso de las universidades y los centros de generación de conocimiento requiere un análisis separado, porque allí la destrucción por diseño es una realidad dolorosa y palpable. Enfrentados al pensamiento independiente, a la libertad consustancial a la actividad universitaria, el castro-chavismo arruinó a nuestras universidades utilizando una diversidad de estrategias infames que iban desde la aniquilación del salario y los asaltos a las instalaciones, hasta la captación de aliados internos y la conformación de una red de centros universitarios paralelos de calidad inferior. Ni tan siquiera en otros ejemplos de autoritarismo como la antigua URSS, e incluso Cuba, se destruyó la universidad pública como en el caso venezolano.
Los daños al espíritu, a la moral y a nuestra ética social, no se pueden medir en números ni estadísticas sino en dolorosas y palpables realidades.
¿En qué familia venezolana no se ha escuchado a los hijos diciendo que se quieren largar de Venezuela porqué allí no hay futuro para ellos? ¿Cuántos de nuestros jóvenes no han sido reclutados por los demonios de la corrupción como único recurso para sobrevivir? ¿Cuántas miradas de desesperanza no surgen cruzando a pie la frontera, camino a un destino incierto en cualquier otra latitud? ¿Cuántos padres y abuelos no han muerto solos y abandonados, desconectados de sus hijos y nietos, a veces por decisión propia, en otras ocasiones por realidades impuestas? ¿Cómo se recupera la esperanza y el dolor de dos décadas de destrucción de nuestro espíritu? Tomará mucho tiempo. Afortunadamente, han sobrevivido los héroes civiles que mantienen viva la esperanza.
La tarea de nuestros negociadores en México, la tarea de cualquiera que pretenda abrir caminos para salir de la insondable crisis que corroe a Venezuela, va mucho más allá de abrirle senderos a la recuperación material, y debe despejarle la ruta a que las víctimas intangibles de dos décadas de la acción nefaria de gobiernos enemigos de su propio pueblo, sean también reconocidas.